Periodístico

La salida de la Carretería

Entre las muchas notas del más interesante y vivo color que nos ofrece el pintoresco cuadro de la Semana Santa hispalense, destaca entre todos, por su altísimo y acusado matiz popular, el instante en que se sacian hasta el colmo los anhelos espirituales del buen “capillita” sevillano; el momento en el que si nos permiten la metafórica expresión, se cumple el milagro: “la salida de la Cofradía”.

Verdad es que en la Semana de Pasión de la ciudad del Betis toda ella es templo, pero donde indudablemente el espíritu religioso de las procesiones desemboca en un verdadero y delirante júbilo de devoción popular, es cuando la Cofradía embalsama con el aroma de sus singulares perfumes a las intrincadas y perdidas calles del barrio, es entonces cuando la viejecita de cabellos de plata, que parece llorar y sonreír a la vez en suprema paradoja espiritual, abre sus labios a la sentida y fervorosa oración que todos los años es despedida, porque, según ella, el año que viene,…; es entonces cuando el esplendor de la Cofradía culmina en su apoteosis; “está en su salsa”; es entonces en suma, precisamente al mismo tiempo, cuando esas trompetas y tambores que aquí son luz, esplendor y alegría, allá en la habitación del hermano enfermo hieren con sus notas ¡cual cruel puñaladas!, hasta lo más hondo de su corazón.

En el caso concreto que nos ocupa – y que verás lector amigo, breve y turbiamente trazado por el pincel de mi humildísima pluma si continúas asomado a este ventanal de la Semana Santa en SEVILLA, el día de la Hermandad de la Carretería.

Abundan en la ciudad de la Giralda las cofradías, que ya por el ojival o por la estrechez de su puerta, por la poca altura de la misma o por el sobresaliente candelabro de cola, por la puntiaguda y peligrosa crestería del pórtico, o por otros mil obstáculos , que a veces parecen colocados adrede para realizar el interés de la misma, hacen de su salida un verdadero prodigio de capataces y costaleros; más donde estas notas culminan en un tipismo verdaderamente sevillano – y conste que no lo digo barriendo para dentro -, es indiscutiblemente en la Hermandad de la calle Varflora.

A pesar de que estamos a Viernes Santo y los de la tierra de María santísima hemos dejado atrás jornadas de inmenso trajín por el tortuoso adoquinado de las calles sevillanas, a las primeras horas de la tarde el Arenal, despierto ya de la santa madrugada, se dispone a decirle adiós a las cofradías.

Poco a poco la vía medular del barrio y sus adyacentes se van colmando de una heterogénea multitud que va, desde el turista preguntón pero simpático, hasta el “capillita” venido de alguna punta de Sevilla para presenciar el sin par e inolvidable momento, pasando claro está, por los naturales del barrio, hoy más orgullosos que nunca.

Uno tras otros, los nazarenos de la Hermandad, los más lujosos de la Semana Santa –oro, cielo y sangre sus tres colores, como dijera el poeta- han ido entrando por el postigo de la sacristía. La alta manguilla parroquial aparece al principio de la calle, y casi simultáneamente por el Paseo de Colón, Varflora abajo, entre el entusiasmo de la plebe infantil que nunca falta –briosas las monturas, erguidos los jinetes -, los clarines de la Caballería; el ambiente se hace tenso, el gentío se inquieta y por fin, casi en el mismo muro se ha abierto una rendija. Guiados por rica cruz, emparejados en continua hilera, lentamente, poco a poco los hermanos van saliendo. La voz del mayordomo que los ha ido nombrando ha cesado, y la rendija desaparece. La multitud extrañada murmura, más de pronto, esquivando con la ayuda de los costaleros el frontis del “paso” Cristo, las altas puertas empiezan a abrirse: Por fin, inmenso en su grandeza, entregando sus morados lirios a la tarde en primavera sevillana, la mole avanza, parece que va a estrellarse con la pared de enfrente,…, pero no retrocede. La gente presa del momento, enmudece como por encanto; del capataz la voz suena en el aire; vuelve a avanzar de nuevo, retrocede otra vez; hasta que por fin salvado el obstáculo, exhaustos los músculos, reposa sobre el suelo.

No acabamos aún de admirar la suprema canastilla o la grandeza del conjunto, no ha torcido aún el “paso” Cristo la esquina cuando -¡entre plegarias y lágrimas, entre vivas y piropos de su barrio del alma!- aparece en el pórtico la Virgen del Mayor Dolor, la que mira hacia el cielo, la que al mirarlo nos sonríe… y al mirarla, llora… Lúgubremente la música esparce sus notas; la multitud en supremo éxtasis, no sabe si suena; ¡meciéndose sobre sus hijos la Madre de Dios va Varflora arriba! ¡se ha cumplido el milagro!

Esto es, lector amigo, sacar de su capilla a la Hermandad de la Carretería.

Primer Artículo publicado por Nuestro Hermano Don Antonio Bustos Rodriguez.

Ganador del concurso de Artículos de primavera del Diario Sevilla. Abril de 1954