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Meditación de las Cinco Llagas
He llegado hasta tus plantas sin distraerme a la vista de la ciudad que espera con
anhelo la felicidad de la cercana primavera. Ahora la ciudad, en el umbral de la más
compartida y convivida fiesta religiosa, se nos antoja como un capricho nacido a la vida desde
las aguas del río Betis, como una imagen creada por una incursión interior de la marinera
brisa tartésica nacida en la desembocadura de ese padre río. Me he paseado por el Arenal de
Sevilla que guarda los recuerdos en versos de Lope de Vega o del poeta popular Florencio
Quintero. Sí, Señor, he cruzado por esa riada de alegría y vida que es la ciudad en estas
vísperas, y llego aquí y ¿qué me encuentro, Señor?: oscuridad y silencio; tu cuerpo que cuelga
de la cruz sin hálito de vida. ¿Es esto una derrota, Señor?, ¿es un castigo?, ¿la vitalidad de la
calle es un engaño? No me contestes, Señor, me quiero contestar a mí mismo, Tú continúa con
la sabia elocuencia de tu silencio que a buen seguro es una respuesta confortadora. Y aquí,
Señor, en un ensueño me encuentro con el galeón de tu paso, monumento a las Tres
Necesidades de María, y para que no se escape el misterio una cuerda de oro que lo ciñe y
amarra; me he trasladado a otros tiempos. Para acceder a tu descendimiento liberándote de
los clavos de tus manos que han llagado las mismas, la presencia de dos hombres. Nos lo
cuenta Juan en su evangelio: “Después de esto, José de Arimatea que era discípulo de Jesús
aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de
Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo aquel
que anteriormente había ido a verle de noche- con una mezcla de mirra y áloe de unas cien
libras”. Esos dos hombres son nuestra representación para aliviarte de las llagas de tus manos.
Somos como Nicodemo, aquel magistrado judío entre los fariseos, que acudió una noche a
verte y que quedó ciertamente confundido cuando le manifestaste que quien no nazca de lo
alto no puede ver el Reino de Dios, porque a su edad no entendía poder volver al seno de su
madre y nacer, ni comprendía como se podía nacer del agua y del Espíritu, o en definitiva
nacer de nuevo. Debíamos ser como José de Arimatea, hombre justo que dicen los evangelios y
que superó todos los miedos humanos para pedirle a Pilato tu cuerpo, que era tanto como
decir que Tú eras su amigo y él tu discípulo poniendo a la vista sus sentimientos y creencias
frente a una sociedad que te había traicionado y ante unos políticos y autoridades que habían
perpetrado tu muerte en el intento de acabar con tu doctrina y no poner en peligro su estatus.
Qué ejemplo, verdad, Cristo de la Salud, para tantos y tantos de nosotros que nos
avergonzamos de nuestras creencias ante las modas sociales que imponen una sociedad no
solo laica sino carente de principios éticos y morales, sin que seamos capaces con nuestro
ejemplo y actitud de demostrar que tu mensaje es imperecedero, el único y gran mensaje que
no necesita cambiar con el tiempo porque siempre tendrá actualidad. Cómo nos gustaría,
Cristo de la Salud, liberar tus manos de los clavos para que pudieran ser la caricia a tantos y
tantos de nosotros sumidos en la penumbra de los hospitales, en la pobreza de la sin salud, en
la pena del abandono, en la soledad del sin amor, en la necesidad social del trabajo. Sí, librar
tus manos para la caricia que es la expresión única de la Misericordia, que, como define algo
tan humano como el diccionario de nuestra lengua, no es sino el atributo de Dios por cuya
virtud perdona nuestros pecados y miserias.
Y a la espera de tu descendimiento las Santas Mujeres. Tres ejemplos de abnegado
servicio, tres ejemplos de la fuerza y el valor que solo tienen las mujeres, mucho más cuando
son madres. Y como manifestación de esa fuerza y de ese valor hasta tus discípulos, en
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