Page 43 - Boletín 160
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Carretería - cuaresma 2015Carretería - cuaresma 2015
Carretería - cuaresma 2015
Carretería - cuaresma 2015
EL TERCIOPELO SOMOS NOSOTROS
Hay una vivencia íntima -y que ahora deja de serlo- que circula por casa desde tiempos para mí
inmemoriales. Versa sobre cierto Viernes Santo en época de fascinantes televisores en blanco y negro, cuando
la telefonía móvil era un arcano y la ausencia de tecnología punta obligaba a asomarse a la azotea para decidir
si la cofradía, sin una sola mujer en sus filas, salía o no. Y si eran frecuentes las mojadas cofrades, también lo
sería la escasez de ciertas telas. Quién sabe si fue por esa razón o por una simple cuestión de falta de tiempo,
vaya usted a saber, un portal de la sevillanísima -y muy carretera por entonces- calle Mateos Gago se convirtió
efímeramente en ese salón de nuestras casas que cada Viernes Santo a mediodía se transforma por unos
minutos en el epicentro del terremoto de emociones que supone vestirse de nazareno en el mismo domicilio
paterno de siempre. Cuenta la hacedora de aquella escena, desprovista de toda esa liturgia que ya conocéis,
que sólo disponíamos de una ropa de monaguillo, y la teoría salomónica decidió que, hasta la Catedral, uno de
los dos hermanos Bustos participara en la cofradía como tal, y el otro lo hiciera en el recorrido de vuelta, y en
algún sitio había que cambiarse. A mí me “tocó” la vuelta, para saborear por vez primera lo que hoy no es más
que un recuerdo que tal vez nunca volverá, o sí: el de ver a nuestra hermandad por el Barrio de Santa Cruz
buscando la Alcazaba.
Los años fueron pasando, con su implacable ley de vida, y uno fue quemando etapas hasta acabar en
lo que hoy es, Nazareno de la Carretería. Atrás quedaron el costal y la faja y, lejos, aquella ropa de monaguillo
infantil de cuyo paradero no he vuelto a saber, aunque seguro está a buen recaudo. También ignoro si alguien
más se la enfundó, pero sí estoy seguro de una cosa, parte de mi alma infantil sigue estando en esas telas allá
donde estén ahora. Sí, es grande vestirse un Viernes Santo de lo que sea- para formar parte de nuestro cortejo,
y estoy seguro que todo ese torbellino de emociones íntimas debe quedar plasmado de alguna manera en la
ropa que nos vistió, hasta quedar grabado para siempre en ella. Son nuestras particulares “sábanas santas”
mundanas.
Los nazarenos morimos y otros ocupan nuestros sitios, pero con el ciclo de la vida carretero el
terciopelo que nos vistió en muchas tardes de Viernes Santo pasa a ser mucho más que una tela y adquiere una
especie de vida propia que nunca muere la porte quien la porte. Lo sé muy bien, porque llevo una túnica muy
antigua desde hace muchos años que no cambio por más que mi madre insista con cariño infinito en ello.
Tengo mis razones. Cuando dejé el costal y volví al hábito nazareno fue la que se me adjudicó; estaba en buen
estado, como si se hubiera tratado con mimo en sus años de vida pese a las mojadas y solanos de cirios
doblados que habría sufrido, y aún tenía el nombre de su anterior dueño escrito en el forro del antifaz por
dentro. Recuerdo que aquella primera vez sentía como ese hermano que ya no estaba andaba allí dentro
conmigo, respirando sobre el mismo antifaz y compartiendo las mismas emociones que yo sentía en cada
momento de nuestra estación de penitencia. ¿O es que acaso no sentimos todos lo mismo vestidos de nazareno
siendo cada uno tan diferente?. He tenido esa idéntica sensación todos y cada uno de los Viernes Santo que la
túnica ha cobrado vida al ponérmela, y desde que la recojo hasta que la devuelvo una vez pasada la Semana
Santa no hay traje del armario que trate con más cuidado del que dispenso a esa túnica. Sé que llegará el día,
ojalá muy lejano, en el que ya no serán las mismas manos las que me pongan la túnica ni el cordón de oro que
sujeta la cola, como asumo que la túnica acabará siendo portada por otro hermano una vez que mi cuerpo no
pueda más. Llegará el momento de entregarla en la Hermandad por última vez, pero para cuando llegue sé que
seguiré durante los años que Dios me conceda en un retiro que no concibo viéndome a mí mismo cuando un
nazareno -¿tal vez mi propia hija?- pase por delante mía portando la que fue mi segunda piel, mi verdadera
piel cofrade.
Para paliar ese seguro trance amargo sólo se me ocurre para ese Viernes Santo que mis pies cansados
busquen la calle Mateos Gago y allí, frente al portal escenario de aquella vivencia familiar e íntima -que
ahora ya no lo es- mis manos arrugadas saquen de una bolsa esa ropa de monaguillo para que todo vuelva a
ser lo que fue, para que la tela dormida que un día me colocó mi madre aquella añorada primera vez recobre el
pulso, mientras a lo lejos veo venir a mi Cristo desde la Catedral buscando la Alcazaba.
Antonio Bustos Rodríguez
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