Page 40 - Boletín 169
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de nosotros escogemos hacia dónde dirigimos nuestros pasos. Una
travesía en la que la mirada y el corazón nos recuerdan
continuamente dónde está la meta. Una meta que para nosotros no
es otra que el propio Jesús. Por eso tenemos los ojos puestos en Él.
Hace justo ahora una semana que los sevillanos clavamos nuestra
mirada sobre el barroquismo imperfecto del crucificado del Arenal.
Las calles de este barrio aún guardan como un tesoro las gotas de
cera que grabaron a fuego el recuerdo sobre el adoquín de su
memoria. Esa tarde, ajena al paso del tiempo, al ruido ensordecedor
de cada día, las miradas buscaban al Señor de la Salud, alzado
sobre la muchedumbre, en una estampa que parecía sacada del
óleo y de los pinceles de siglos pretéritos.
Todos éramos iguales ante los ojos de Dios que salía a nuestro
encuentro. Y el Señor, atravesando la borrasca de incienso de su
delantera, parecía abrazarnos a todos, en una corriente de vida que
nos recorría el alma, con tan sólo verlo pasar por delante nuestra.
Inquietud en la lejanía, pequeñez al tenerlo cerca, melancolía al
verlo marchar y, por encima de todo, la certeza de que por más que
se alejara sabíamos que al final acabaría por volver a nuestra vida.
Así lo sabían los ojos gastados, a veces emocionados, de quienes
del brazo caminaban tras él con la cabeza agachada, viéndolo sin
ni siquiera mirarlo. Así lo contaban los ojos fulgentes de los niños
que encontraban en la llama de su cirio, la templanza para saberse
hijos de Dios mientras eran capaces de sonreírle a la vida jugando
con la cera que resbalaba entre sus dedos