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que nacen a una nueva vida, como el amor que comienza y no
conoce rival, como la alegría del abrazo en cada reencuentro. Esa
pureza que mana de la llaga de tu costado y que en medio de este
mundo cruel y egoísta, sigue siendo más necesaria que nunca para
encontrar la nueva amanecida que nos trae la Buena Noticia de tu
Evangelio.
Así, con esos mismos ojos, es como quiero mirar al crucificado en
esta fría noche de Cuaresma. Ser capaz, como nos decía la Santa
Madre Teresa de Jesús, de “poner los ojos en Él, volver los ojos a
mirarle, y comprobar con qué amor y humildad no está enseñando”.
Porque a menudo nuestra mirada se pasea sin detenerse en nadie,
en nada. Como si no hiciéramos otra cosa que atravesar este
mundo. Es por tanto, la hora, el momento de reflejarnos en el espejo
de su enseñanza para abrir nuestros ojos y ver.
Y qué mejor ejemplo que el del Cristo de la Salud, inerte y sin vida,
clavado sobre la cruz a la que abraza por todos nosotros, para
comprobar y ser testigos del gran misterio de la salvación que nos
ofrece su presencia. Solo así, viéndolo a Él, pero mirándolo de
verdad, sin las distracciones de este mundo que son hoy esas
tentaciones que el propio Cristo sufrió en su particular travesía por
el desierto, alcanzaremos el sentido de nuestro ser y de nuestro
pertenecer a la gran familia de la Iglesia.
¿Te has parado alguna vez a pensar en esto? ¿Te has dado la
oportunidad de hacer un punto y seguido en tu vida para mirar a
Dios y admirar todo la grandeza de su enseñanza? Son días para
hacerlo. Son momentos de parar, alzar los ojos sin más, y seguir
saliendo a su encuentro.
Al fin y al cabo, la vida no es más que un camino en el que cada uno